Tal día como hoy en 1837, en España, Juan Álvarez Mendizábal promulga la ley de desamortización de la Iglesia. La desamortización fue una de las armas políticas con la que los liberales modificaron el régimen de la propiedad del Antiguo Régimen para implantar el nuevo Estado liberal durante la primera mitad del siglo XIX.
El 19 de febrero de 1836 comenzaba el proceso desamortizador impulsado por el primer ministro Juan Álvarez Mendizábal. Cuando Mendizábal llegó al poder en 1835 tenía ante sí lo que consideraba dos problemas fundamentales, el precario estado de las arcas públicas y la guerra civil contra los carlistas. Para remediar ambos problemas en una sola jugada, ideó la desamortización, una medida injusta —y fracasada— que pretendía poner en el mercado bienes y tierras mediante la expropiación forzosa, para venderlas mediante subasta pública. Mendizábal pretendía así financiar la recluta de 100.000 soldados y terminar con la guerra, al tiempo que renovaba el flujo de caudal público y ganaba para la causa liberal un buen puñado de compradores agradecidos.
Lo que se conoce por bienes de «manos muertas» eran aquellos patrimonios que procedían del Antiguo Régimen y que se encontraban «amortizados», esto es, que no podían ser vendidos ni divididos. Pertenecían a un título nobiliario o eclesiástico, a una villa, a un convento, a una orden militar o a un mayorazgo y en ocasiones tenían vinculado un determinado uso, a menudo comunal. Su titularidad podía transmitirse a quien correspondiese en herencia, pero debían permanecer íntegros. La desamortización parcial de estos bienes se venía produciendo desde el siglo xvi por necesidades concretas de los monarcas. Y gobernantes como Godoy y José I la habían puesto en práctica, el segundo como medida hostil ante el apoyo del clero a la resistencia.
Mendizábal no era un pionero pero sí fue el impulsor definitivo de esta medida, que con él se volvió irreversible. Con la finalidad de «disminuir la deuda pública», el primer ministro legisló a base de «decretazos» (sus medidas no pasaron por el Parlamento), la supresión de todas las órdenes religiosas que no tuvieran como fin la beneficencia, al tiempo que expropiaba sus bienes y los ponía en venta. Como medida social, el proceso no tuvo efecto igualitario alguno, pues el método de subasta dirigía los bienes hacia unas pocas manos, las que disponían de capital. No se formó en España ninguna burguesía agraria, pues sólo la nobleza terrateniente se interesó por las grandes pujas. La reforma acrecentó el latifundismo en el sur y atomizó los minifundios del norte. Tampoco logró el flujo de capital deseado, pues el proceso de venta fue lento y el dinero llegó con cuentagotas. Bien es cierto que se liberaron miles de hectáreas para su explotación, pero al no venir acompañada de una reforma agraria, sus consecuencias fueron limitadas.